Roland Barthes: La utopía del lenguaje

4 de agosto de 2016




La multiplicación de las escrituras es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que hace de la forma una conducta y provoca una ética de la escritura. A todas las dimensiones que dibujaban la creación literaria se agrega, desde ahora, una nueva profundidad, la forma, que constituye por sí sola una suerte de mecanismo parasitario de la función intelectual. La escritura moderna es un verdadero organismo independiente que crece alrededor del acto literario, lo decora con un valor extraño a su intención, lo compromete continuamente en un doble modo de existencia y superpone, al contenido de las palabras, signos opacos que llevan en sí una historia, un compromiso o una redención segunda, de modo que, a la situación del pensamiento, se liga el destino suplementario, a menudo divergente, siempre molesto, de la forma.

Pero esta fatalidad del signo literario, que hace que un escritor no pueda trazar una palabra sin tomar la actitud particular de un lenguaje pasado de moda, anárquico o imitado, de cualquier manera convencional e inhumano, funciona precisamente en el momento en que la Literatura, aboliendo cada vez más su condición de mito burgués, es requerida por los trabajos o los testimonios de un humanismo que integró finalmente a la Historia en su imagen del hombre. Así, las antiguas categorías literarias, vaciadas en el mejor de los casos de su contenido tradicional —que era la expresión de una esencia intemporal del hombre—, se conservan finalmente sólo por una forma específica, un orden lexical o sintáctico, en una palabra, un lenguaje: la escritura absorbe en adelante toda la identidad literaria de una obra. Una novela de Sartre sólo es novela por la fidelidad a cierto tono recitado, intermitente por lo demás, cuyas normas fueron establecidas en el transcurso de toda una geología anterior de la novela; de hecho, la escritura recitativa, y no su contenido, reintegra la novela sartriana en la categoría de las Bellas Letras. Más aún, cuando Sartre intenta quebrar la duración novelística, y desdobla su relato para expresar la ubicuidad de lo real (en El aplazamiento), la escritura narrada recompone, por encima de la simultaneidad de los acontecimientos, un Tiempo único y homogéneo, el del Narrador, cuya voz particular, definida por accidentes reconocibles, cubre el develamiento de la Historia con una unidad parasitaria y da a la novela la ambigüedad de un testimonio que puede ser falso.

Por ello vemos que una obra maestra moderna es imposible, ya que el escritor, por su escritura, está colocado en una contradicción insoluble: o bien el objeto de la obra concuerda ingenuamente con las convenciones de la forma, y la literatura permanece sorda a nuestra Historia presente y el mito literario no es superado; o bien el escritor reconoce la amplia frescura del mundo presente, aunque para dar cuenta de ella sólo disponga de una lengua espléndida y muerta. Frente a la página en blanco, en el momento de elegir las palabras que deben señalar francamente su lugar en la Historia y testimoniar que asume sus implicaciones, observa una trágica disparidad entre lo que hace y lo que ve; bajo sus ojos, el mundo civil forma ahora una verdadera Naturaleza, y esa Naturaleza habla, elabora lenguajes vivientes de los que el escritor está excluido: por el contrario, la Historia coloca entre sus dedos un instrumento decorativo y comprometedor, una escritura heredada de una Historia anterior y diferente, de la que no es responsable y que, sin embargo, es la única que puede utilizar. Nace así una tragicidad de la escritura, ya que el escritor consciente debe en adelante luchar contra los signos ancestrales todopoderosos que, desde el fondo de un pasado extraño, le imponen la Literatura como un ritual y no como una reconciliación.

Es así como, salvo renunciando a la Literatura, la solución de esta problemática de la escritura no depende de los escritores. Cada escritor que nace abre en sí el proceso de la Literatura; pero, pese a condenarla, siempre le otorga un aplazamiento que la Literatura emplea en reconquistarlo; puede crear un lenguaje libre, que le es devuelto fabricado, pues el lujo nunca es inocente: es ese lenguaje asentado y cercado por el inmenso impulso de todos los hombres que no lo hablan el que debe seguir usando. Hay por tanto un callejón sin salida de la escritura, y es el callejón de la sociedad misma: los escritores de hoy lo sienten: para ellos, la búsqueda de un no-estilo, o de un estilo oral, de un grado cero o de un grado hablado de la escritura es la anticipación de un estado absolutamente homogéneo de la sociedad; la mayoría comprende que no puede haber lenguaje universal fuera de una universalidad concreta, ya no mística o nominal, del mundo civil.

Hay pues en toda escritura actual una doble postulación: está el movimiento de una ruptura y el de un advenimiento, está el dibujo de toda situación revolucionaria, cuya ambigüedad fundamental es que es necesario que la Revolución extraiga, de aquello que quiere destruir, la imagen misma de lo que intenta poseer. Como todo el arte moderno, la escritura literaria es a la vez portadora de la alienación de la Historia y del sueño de la Historia: en tanto Necesidad, testimonia el desgarramiento de los lenguajes, inseparable del desgarramiento de las clases: en tanto Libertad, es la conciencia de ese desgarramiento y el esfuerzo que quiere superarlo. Sintiéndose sin cesar culpable de su propia soledad, es una imaginación ávida de una felicidad de las palabras, se apresura hacia un lenguaje soñado cuyo frescor, en una especie de anticipación ideal, configuraría la perfección de un nuevo mundo adánico donde el lenguaje ya no estaría alienado. La multiplicidad de las escrituras instituye una Literatura nueva en la medida en que no inventa su lenguaje más que para ser proyecto: la Literatura deviene la Utopía del lenguaje.





En El grado cero de la escritura
Título original: Le degré zero de l’écriture
Roland Barthes, 1953
Traducción: Nicolás Rosa & Patricia Willson
Foto: Roland Barthes chez lui, 1979 -by Marion Kalter


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