Michel Maffesoli: Dioniso (El retorno)

1 de noviembre de 2016






Estar poseídos por los objetos que creíamos poseer, conceder importancia al sentido estético de las cosas, participar en las múltiples histerias (deportivas, musicales, religiosas, políticas) que ritman la vida social, es lo que debe hacernos prestar atención a una antigua figura mitológica cuya significación es difícil calibrar. ¡Al hablar de Dioniso de una manera insolente, o en cualquier caso poco académica, Nietzsche había sobresaltado a los lameculos universitarios de su época! Y, todo hay que decirlo, en los diferentes cenáculos de la intelligentsia moderna el sobresalto sigue estando a la orden del día.


Por el contrario, grupos musicales, líneas de ropa, marcas de licores, producciones cinematográficas, instalaciones artísticas, círculos de reflexión filosóficos e incluso locales de intercambio de parejas, no dudan en reivindicar el patronazgo de este dios petulante y ambiguo.


En efecto, si hay un icono cuyo renacimiento es difícil negar es, a buen seguro, el de Dioniso. En sentido estricto, se trata de la reaparición de una corriente subterránea. De una capa freática que no se veía, pero que irrigaba toda vida en la superficie. Mito recurrente. Es, más allá o más acá del eclipse moderno, un mito perdurable. El del placer de ser, del que la posmodernidad proporciona múltiples y constantes ilustraciones.


Nombre propio, Dioniso puede convertirse en adjetivo calificativo, dionisíaco. Asimismo, puede designar una forma de sabiduría, dionisíaca, que incita a gozar, bien que mal, de esta tierra y sus frutos. Y no es necesario ser un especialista en mitología griega para comprender que se trata de uno de esos arquetipos eternos que, en determinadas épocas, vuelven a adquirir fuerza y vigor.


Por consiguiente, se trata de un ícono emblemático, una especie de tótem inconsciente en torno al cual se producen los múltiples agregados sociales que constituyen la sociedad. Dioniso es el dios «de los cien nombres». Es múltiple y, a semejanza de la vida misma, fluidez total y perpetuo devenir. Es un dios proteiforme.


Se lo ha comparado con el «Inmortal Proteo» que, acompañado por su tropa de focas, imita las olas del mar. Un mar a la vez variado en sus olas y único en su reunión. En este sentido, está cerca de la maya de los hindúes, con sus innumerables formas. Es pues una entidad que, bajo nombres variados, repite una sola y única realidad.


A título personal, siempre me pregunté por qué mi pequeño ensayo[13] sobre la significación sociológica y metafórica de este dios petulante se tradujo, aparte de a otras lenguas europeas, al japonés, al coreano y al chino.


Y es porque, pensándolo bien, este arquetipo entra en correspondencia, en las cuatro esquinas del mundo, con el resurgimiento de la función orgiástica en nuestras sociedades. Se trata pues, en un modo transversal, de un estado de la conciencia o del inconsciente colectivos que, bajo distintos nombres, expresa el retorno de una nueva, o más bien renovada, vitalidad.


¡Cuánto desprecio, sonrisitas tácitas o, sencillamente, encogimiento de hombros suscitó esta orgía! ¡Cuando no se producía la famosa y habitual conspiración de silencio!


Y es que en la opinión intelectual moderna prevalece el espíritu de seriedad. Ese profundismo cuyos perjuicios puso de manifiesto el mediterráneo Paul Valéry. En pocas palabras, ese miedo a la vida, ese desprecio por este mundo en nombre de hipotéticos paraísos futuros, ya sean religiosos o políticos.


El catastrofismo vigente vitupera al Homo festivus que, en su efervescencia, tiende a eludir la admonición moral. A burlarse incluso, con una desenvoltura que no puede resultar más irritante.


No hay más que escuchar las innumerables tertulias televisivas para darse cuenta de la obsesión curiosa, acaso malsana (?), de la mayoría de los participantes por dar una explicación en términos políticos o económicos de todos los fenómenos sociales. Y si a un iluso se le ocurriese proponer una interpretación de esos mismos fenómenos mediante un recurso al factor emocional o a las pasiones enfrentadas, tras escucharlo distraídamente, se le conminaría insistentemente a que ¡vuelva a poner los pies en el suelo!


Curiosa denegación, porque es precisamente en este «suelo» donde arraiga quien fue calificado como «divinidad arbustiva»: Dioniso. Y el orgiasmo, al no ser en absoluto reductible al orgasmo sexual, es ante todo, y en todos los aspectos, el juego de las pasiones (orgé) colectivas. Pues una libido generalizada no se limita a un pansexualismo un tanto reductor. Es una especie de rumor subterráneo, que contamina, progresivamente, todas las maneras de interpretar el mundo.

¿Cuáles son, por tanto, las grandes características del icono dionisíaco?


En primer lugar, precisamente, esta dimensión «terrena»: es una divinidad llamada «ctónica», un dios autóctono. Se consagra y está unido a esta tierra. Con ello, y para retomar un término de la filosofía clásica, se pone el acento en un fuerte inmanentismo. ¿Qué quiere decir sino no esperar otro goce que del aquí y el ahora?


Podemos decirlo en varios idiomas sin que la comprensión disminuya para la mayoría. Por ejemplo, el Carpe diem de larga memoria, y que veremos declinarse en francés textualmente de todas las formas posibles. Restaurantes, camisetas, grupos de rock, círculos de meditación, campings para el intercambio de parejas, cofradías báquicas, líneas de ropa, asociaciones zen: ¿acaso hay algo, around the world, a lo que no se le haya aplicado el viejo adagio latino?

Sucede lo mismo con el no menos célebre, aunque más reciente, No future. También aquí se expresa la repatriación del goce característica de las variadas prácticas o técnicas dionisíacas. No posponer el placer para más tarde, sino obtenerlo, aunque sea relativamente, de lo que se presenta y se vive, con los demás, en este Instante eterno que se ha logrado arrebatar a las obligaciones sociales.


El momento adecuado, la ocasión propicia, el sentido de la oportunidad: eso es lo que caracteriza el presenteísmo[14] dionisíaco. Y no se trata aquí de una simple cuestión de escuela, desde el momento en que la falta o incluso el rechazo del proyecto es aquello mediante lo cual se puede caracterizar la sensibilidad juvenil ante el porvenir.


No se trata de la angustia existencial ante un futuro incierto, sino más bien de una actitud vital, en concordancia con el espíritu de la época. Basta con sacar provecho de lo que el tiempo nos concede. Ya veremos qué pasará mañana.

Postura trágica donde las haya, que siempre, cuando reaparece, viene acompañada de júbilo. El goce y lo trágico avanzan cogidos de la mano. Y el presenteísmo dionisíaco es una forma de sabiduría que pretende homeopatizar la muerte, reconciliarnos con la intensidad del momento vivido y, por ello, combatir la angustia del tiempo que pasa.


La otra marca distintiva de este mito es el culto al cuerpo. Pues ya que conocemos su precariedad, es preciso que lo celebremos y lo valoremos con la mayor intensidad posible.


Los historiadores mostraron cómo en el siglo XIX, y podemos añadir una buena parte del XX, el cuerpo sólo se legitimaba en su actividad productora o reproductora.


Eso a cuyo comienzo estamos asistiendo es la reanudación de las grandes épocas culturales que fueron, por ejemplo, la decadencia romana y el Renacimiento europeo, en las que lo importante era, por retomar el consejo de Ronsard, aprender a «coger las rosas de la vida». Conocemos su condición efímera, y eso es un acicate mayor para que apreciemos su fragancia.


Un cuerpo amoroso, un cuerpo gozoso. Es lo que la moda, la dietética o el body building muestran. Proliferan tiendas y revistas especializadas en él. Y los lugares en los que se cultiva su bienestar son, en la actualidad, moneda corriente. Por ejemplo, saunas, spa, diferentes talasoterapias, salones de masaje thais, californianos, cachemires, coreanos, etc., cuya enumeración pasa por técnicas ancestrales con denominaciones étnicas reales o inventadas.

Ayurveda, baños de barro de varias procedencias, aceites de perilla, de argán, de higos chumbos, jarabe de espino amarillo, jugo de abedul, sin olvidar el tantra, el tao o el qi-gong: todo sirve para celebrar el bienestar integral o para dar más valor al cuerpo individual.


Pero, al hacerlo, lo que se celebra también es el cuerpo social, porque el hedonismo inducido mediante estas técnicas y prácticas va contaminando poco a poco el conjunto de la sociedad. De lo que, en realidad, se trata es de un medio ambiente, en el sentido fuerte del término, que determina los modos de vida de todos y cada uno de nosotros. Nada ni nadie permanece inmune. El corporeísmo es, a buen seguro, el valor dominante. El goce se vive a flor de piel.


Para retomar una expresión que se encuentra, curiosamente, en la sociología clásica de Durkheim y en el vocabulario New Age contemporáneo, nos enfrentamos a una concepción holística de la existencia.

Hay que entender por ello la globalidad como una interacción entre el cuerpo y el alma, pero también, y al mismo tiempo, lo que se relaciona con la sociedad concebida como un todo. Y tocamos aquí el corazón palpitante de la última característica del mito de Dioniso.

Lo propio de estas pasiones vividas en común es todo menos individualista. Dejemos que los hechizos del coro de vírgenes desconsoladas, que son los desheredados intelectuales modernos, canten el reforzamiento del individualismo contemporáneo. Y, empíricamente, observemos todos esos frenesíes multitudinarios[15] posmodernos en que el colectivo efervescente disfruta saliéndose de madre.


Lo corroboran investigaciones de prestigio, que revelan que raros son los ámbitos en que las concentraciones tribales no constituyan la regla.[16]

Desde luego, es el caso de la música, de cualquier tipo: techno, metal extremo, rock, rap… Encontramos ahí el éxtasis en estado puro. Y tales concentraciones no son ya excepcionales paréntesis en la tediosa rutina de la vida cotidiana, sino, muy al contrario, pulsaciones regulares que ritman y, a menudo, determinan la existencia toda de sus protagonistas.

Política, actividad económica, seriedad de la existencia, todo se deja de lado cuando se celebra un mundial de fútbol o de rugby, un torneo de tenis o un gran premio de Fórmula 1. También aquí revelan su pertinencia los factores emocionales, y prevalecen las histerias colectivas que no desmerecen en nada a las que tenían lugar en las tribus primitivas o las sociedades tradicionales. De un modo similar es como hay que analizar los momentos y los lugares del fervor religioso. Concentraciones mundiales de la juventud, peregrinaciones a Santiago de Compostela o a Chartres, fiestas rituales hindúes a orillas del Ganges, cultos de posesión afrobrasileños, fiestas marianas diseminadas por el mundo, celebraciones de Halloween y demás comidas del Ramadán son miríadas las manifestaciones de este orden cuya relevancia es imposible negar.


En cada uno de estos casos, el pretexto doctrinal tiene poca importancia. Ante todo, se trata de vibrar en compañía. De entrar en comunión y, eventualmente, en trance. La religiosidad ambiente debe entenderse en uno de los sentidos etimológicos que se atribuyen a esa palabra: el deseo, el placer, de estar religado al otro. Ya sea este otro el grupo, la naturaleza o la divinidad. Religancia[17] fundamental, que relega el individualismo a la categoría del pasado moderno.


Basta con observar, igualmente, el aspecto que cobran las campañas políticas para convencerse de que Dioniso ha vuelto entre nosotros. El cuerpo doctrinal sólo se murmura en voz baja: lo único que importa es la excitación no racional propia de los mítines y diversas galas «a la americana», donde reina la histeria. Y, en todos los campos, es significativo ver cómo los políticos más teóricos se eclipsan ante los bufones del estrado.


En efecto, incluso la seriedad política ha perdido su dimensión apolínea, su armazón racional, para dejar paso a la expresión de las pasiones colectivas en que la música, los gritos, las escenificaciones y las invectivas prevalecen con mucho sobre la exposición ordenada de una argumentada demostración.


En suma, al acentuar el factor emocional, también la política posmoderna se ha vuelto dionisíaca.


Es lo mismo, en fin, que se presenta en lo que podemos llamar la sociedad de consumo. Ésta adopta múltiples formas. Sólo aludiré aquí a esos momentos de excitación colectiva que son las épocas de «saldos y rebajas». También aquí se revela de un modo flagrante el culto al tumultuoso Dioniso. Sin falsas vergüenzas ni contención alguna, el día «D» y a la hora «H», una turba desenfrenada de bacantes se precipita sobre los objetos codiciados, a riesgo incluso de pisotear a los demás o de destrozar lo que se pretende adquirir.


La muchedumbre furiosa se mueve por el deseo de poseer tal o cual objeto que la atrae, pero se ve rápidamente poseída por eso mismo que cree poseer. ¿Seguimos estando en el terreno de la economía cuando en el origen de estos movimientos consumistas multitudinarios actúa una especie de pulsión animal? Pues es innegable que el «efecto desencadenante» resulta de la acción subterránea de Dioniso, ese «bribón divino».

Una mitología de efervescencia, un tanto gregaria, se está esbozando. Es el retomo de un societal profundo en que la simpatía, incluso la empatía, prevalecen sobre la racionalidad que se había impuesto durante la modernidad. Nada resiste ante las bruscas acometidas del Dioniso polimorfo.


Pero lo que destruye es, al mismo tiempo, garantía de creación. Esta creación, que adopta formas múltiples y minúsculas, es la misma que caracteriza a las pequeñas utopías o libertades intersticiales que, mediante sedimentaciones sucesivas, constituyen el imaginario social del momento.






Notas

[13] Michel Maffesoli, L’Ombre de Dionysos. Contribution à une sociologie de l’orgie (1982), 3a edición, París, Editions du CNRS, 2008. 

[14] Neologismo compuesto por las palabras «presente» y «teísmo», o sea, la divinidad del presente. (N. del T.)
[15] Maffesoli escribe afoulements: palabra-maleta que funde los términos foule (‘muchedumbre’) y affollement (‘enloquecimiento’). (N. del T.)
[16] Consúltense las investigaciones del Centro de Estudios sobre lo Actual y lo Cotidiano de la Universidad París-Descartes (Sorbona): www.ceaq-sorbonne.org 
[17] Véase la nota 4 (N. del T.)  "Como explicará más adelante en este mismo texto (véase la p. 61), Maffesoli emplea el neologismo religancia según una de las etimologías hipotéticas del término «religión»: como aquello que re-liga, que sirve para establecer un vínculo. (N. del T.)"



En Michel Maffesoli: Iconologías. Nuestras idolatrías postmodernas
Título original: Iconologies. Nos idolatries postmodernes
Michel Maffesoli, 2008
Traducción: Jordi Terré

Foto: Michel Maffesoli (+) por Rudy Waks


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